El capricho estético de la cartelería política: ¿de dónde proviene el dinero que permite semejante exceso publicitario?
Foto ilustrativa. gentileza Diario UNO.

El capricho estético de la cartelería política: ¿de dónde proviene el dinero que permite semejante exceso publicitario?

Por Martín Sperati

En los últimos meses, nuestras calles se han inundado de carteles políticos resonantes, proclamando la ambición de aquellos que buscan ocupar una banca en el concejo y en la Constituyente. Sin embargo, esta proliferación de propaganda no solo es una muestra de la efervescencia electoral, sino también un grito de desconexión entre las élites políticas y la ciudadanía que dicen representar.

Mientras las preocupaciones de los ciudadanos rondan en torno a la inseguridad económica, el aumento de precios y la precariedad laboral, nuestros espacios públicos se convierten en un desfile de promesas vacías y rostros sonrientes. La pregunta que emerge es ¿por qué tanto gasto en cartelería política cuando la sociedad enfrenta retos tan significativos? La respuesta a esta cuestión es inquietante y merece ser desmenuzada.

En primer lugar, es fundamental reflexionar sobre el trasfondo de estos gastos monumentales. Este tipo de inversión no es solo un capricho estético; está diseñado para sembrar una imagen de cercanía, de compromiso. Sin embargo, detrás de cada cartel se esconde una estrategia de marketing político que prioriza la imagen sobre el sustento. La prominencia de estas campañas sugiere que los candidatos consideran más importante proyectar una imagen idealizada que dialogar realmente con las necesidades de la gente.

Pero, ¿de dónde proviene este capital que permite tales excesos publicitarios? Muchas veces, estas inversiones son respaldadas por donaciones de grupos de interés, corporaciones o incluso contrapartidas de favores políticos. En una democracia donde la financiación de campañas no siempre es transparente, surgen interrogantes sobre la ética y la moralidad de aquellos que invierten cantidades exorbitantes en su propia proyección mientras ignoran los problemas que realmente afectan a la población. ¿Qué tipo de deuda están contrayendo con estas entidades? ¿A qué compromisos están sujetos?

A medida que la ciudadanía se enfrenta a tiempos difíciles, la opulencia de la cartelería política se siente como una falta de respeto. Los ciudadanos saben bien que detrás de cada slogan hay promesas que rara vez se cumplen. La inversión en publicidad podría ser redirigida hacia programas sociales, apoyo a los emprendedores locales o mejorar la infraestructura de servicios públicos. Sin embargo, es más fácil y menos arriesgado para los aspirantes a cargos públicos comprar visibilidad que rendir cuentas y trabajar por cambios estructurales.

La paradoja es clara: mientras los ciudadanos lidian con escasez y necesitan soluciones inmediatas, los políticos parecen preocuparse más por su imagen que por el bienestar colectivo. Esta desconexión es alimentada por un sistema que permite que el ruido de la propaganda opaque las voces auténticas de los que realmente quieren hacer una diferencia.

Es imperativo que como sociedad nos cuestionemos la efectividad de este modelo político. La cartelería no debería ser la cara de nuestro compromiso democrático. La calidad y la integridad de nuestros representantes deben ser evaluadas no por su capacidad para inundar las calles de su imagen, sino por su capacidad real para escuchar y responder a las inquietudes de quienes los eligen.

A medida que nos acercamos a las elecciones, urge un cambio de perspectiva. La verdadera inversión debe estar en ciclos de diálogo abierto con la ciudadanía, en la creación de políticas que reflejen la voz de las bases sociales y no únicamente de las élites que se enriquecen en la sombra de la campaña electoral. La democracia no se mide por la cantidad de carteles en las calles, sino por el grado de conexión entre quienes gobiernan y quienes son gobernados. Es hora de que el ruido se detenga y las conversaciones verdaderas comiencen.