Por Sergio Olguín.
Por Sergio Olguín
Para Página 12
Bueno, por suerte lamentos no hubo muchos. Me los imagino en las calles, atentos a la menor señal proveniente de ventanas abiertas, edificios, garitas de seguridad, sobre todo en esos segundos que van entre un grito del gol y otro. Deduciendo si ese silencio demasiado prolongado se debe a que el jugador argentino está tardando en patear o si se debe a que le atajaron el penal. A ellos esa incertidumbre les resultaba menos shockeante que seguir las imágenes en vivo del partido. Gente caminando como zombi por una ciudad vacía de todo, salvo de ellos, los que eligieron no ver.
Esta anécdota, repetida con variaciones, me recordó un cuento de Roberto Fontanarrosa, “La observación de los pájaros”, en la que el protagonista no soporta tener que sufrir un clásico rosarino más y se va de su casa: “Uno abre la puerta y sale a la calle con un infierno escarbándole las entrañas”, comienza diciendo. Sin embargo, no puede mantenerse ajeno al partido e intenta adivinar por los sonidos y movimientos de la ciudad, cómo va el resultado. El pobre hincha envejece cinco años en unos minutos.
Qué lástima que Fontanarrosa no llegó a ver a la Scaloneta, a sufrir y gozar esos siete partidos que nos dieron la copa, a sentirse orgulloso del canalla Di María, a rendirse admirado ante el leproso Messi. Nadie como Fontanarrosa ha sabido escribir sobre fútbol, sobre esa pasión que nos alimenta y nos carcome, que nos define y nos da una lengua común con los otros hinchas. Al Mundial le faltó algo si no hubo crónicas de Fontanarrosa, si él no pudo juntarse con sus amigos de la Mesa de los Galanes en el bar El Cairo. Imposible no extrañar al Negro cada vez que el fútbol pasa a ser el centro de nuestras vidas.
Se extraña a Fontanarrosa. Al futbolero que hubiera delirado con todo lo que nos dejó el mundial y también al autor que nos entregó una literatura que sigue viva cada vez que un escritor de estos tiempos decide trabajar con géneros populares, rescata la oralidad de su época e indaga en los hábitos de su entorno social.
Sin embargo, si uno busca datos biográficos de Fontanarrosa, en las contratapas de sus publicaciones póstumas vemos que siempre se antepone su actividad de humorista por sobre la de escritor. Wikipedia lo presenta como “humorista gráfico, dibujante, guionista, historietista y escritor argentino”. Si bien no se puede negar ninguna de esas categorías en las que se destacó superlativamente, ya es el momento de que nos refiramos a Fontanarrosa en primer lugar por lo que realmente fue: un escritor. En vida, el mundo literario lo ninguneó reduciéndolo a su actividad de historietista. Claro, quién puede poner en duda el talento inigualable para crear a Inodoro Pereyra, a Mendieta, a Boogie el Aceitoso. Pero usaron siempre ese talento para bajarle el precio a su actividad literaria. Sus libros (tres novelas, doce de cuentos) recibieron una mirada condescendiente de la crítica, salvo honrosas excepciones como Elvio Gandolfo. Algo muy distinto ocurre con los lectores, que desde sus primero libros lo convirtieron en un autor exitoso. Porque el Negro fue, ante todo, un escritor popular, algo que entendió perfectamente su editor histórico, Daniel Divinsky, con quien trabajaba sus textos en Ediciones de la Flor.
Se ha intentado menospreciar su calidad literaria calificándolo de autor humorista, costumbrista, contrapuesto a la “verdadera literatura” que no ríe, ni retrata costumbres, ni se rebaja al habla popular. Agregaría yo: ni tampoco es leída por nadie que no curse la carrera de Letras. Los mismos que ningunean sus libros ponen los ojos en blanco ante cualquier expresión de la neogauchesca o de costumbrismo palermitano. Y para poner los ojos en blanco, como decía David Viñas, prefiero el colirio.
Si uno quiere rastrear la lengua de los argentinos no tiene más que leer las ficciones de Fontanarrosa. No es en la gauchesca donde está viva nuestra lengua sino en sus cuentos y novelas. Por debajo de ese humor, que el rosarino explota tan bien y lo convierte en vehículo de sus historias, hay situaciones afectivas complejas, deseos, miedos, la dinámica de la amistad, el desconcierto ante la muerte. La parodia de géneros, el uso del diálogo como generador de historias, la oralidad trabajada literariamente son algunos de los procedimientos de su narrativa. Hay mucho más que fútbol y humor en su literatura.
Si hay un género literario en el que se destaca la literatura argentina es el cuento. Se pueden llenar varios volúmenes con obras maestras desde “El Matadero” de Esteban Echeverría hasta la actualidad. Sin duda, el autor que más obras maestras del género tiene es Jorge Luis Borges. No muy lejos está Julio Cortázar. El tercer puesto puede estar peleado por varios autores, pero yo no dudo de que la medalla de bronce es para Fontanarrosa. Cómo mínimo, tiene una decena de obras maestras. Ojo, no hablamos de cuentos buenos, sino de textos que podrían entrar en la antología más exigente de la literatura argentina. Un listado no exhaustivo da títulos como “El mundo ha vivido equivocado”, “El verde con los botones forrados”, “Entre las cañas”, “Relato de un utilero”, “La trinchera del tango”, “Tío Enrique”, “Medieval Times”. “Cielo de los argentinos”, “19 de diciembre de 1971”, “Edmundo Cachín Medina”, “Con quién hay que hablar”, “Inspiración”, “Sueño de barrio”, “La observación de los pájaros” y un largo etcétera.
Fontanarrosa es la continuidad de una literatura que se nutre en Roberto Arlt, el humor de Conrado Nalé Roxlo y Geno Díaz, en el realismo de la Generación del 50 (Bernardo Kordon, David Viñas), en la narrativa de los años 60 y 70 (Abelardo Castillo, Miguel Briante, los primeros libros de Ricardo Piglia y de Juan Martini) y en las novelas de Enrique Medina y Jorge Asís. Por esa ancha avenida de la literatura argentina van los cuentos y novelas del creador de ese personaje fabuloso que es Ernesto Esteban Etchenique.
Hay que leerlo, o releerlo. Y que los eunucos bufen.