Hay hechos que sacan a la luz sentimientos latentes.
Por Héctor M. Guyot. en diario La Nación
La imagen del ingeniero Mariano Barbieri entrando en una heladería con una herida mortal en el pecho para pedir ayuda causa escozor. Es desgarrador ver cómo el hombre se desploma a causa de la hemorragia interna producida por la puñalada que un delincuente le acababa de dar para robarle el celular. Fue otro crimen entre muchos igualmente terribles. Ocurren a diario en el país de la furia. En este, sin embargo, la grabación mostró la soledad irremediable de quien ve segada su vida en un segundo por un ataque salido, aparentemente, de la nada. De 42 años, padre reciente, Barbieri caminaba alrededor de las 22.30 por la zona del Jardín Japonés, cerca de la Avenida del Libertador, cuando lo sorprendió la muerte. Una muerte a la que asistimos a través de las cámaras de seguridad de la heladería a la que el ingeniero entró buscando auxilio. Ante esas imágenes desoladoras, quizá muchos hayan tenido un segundo pensamiento parecido al mío: podría haber sido yo.
Días atrás anduve de noche por San Telmo. Eran cerca de las once, la iluminación por momentos no era buena, pero todavía había alguna gente dando vueltas. Sin embargo, esas personas que me hacían sentir acompañado eran las mismas que, al cruzarnos, me infundían una sombra de temor. ¿Y si esos dos muchachos que se acercan sacan un arma y me roban? ¿Y si ese homeless sentado en un cajón tuviera un arrebato violento cuando paso cerca? ¿Y si ese hombre de campera grande que viene en sentido contrario llevara un cuchillo escondido entre la ropa? Ninguno de ellos tuvo la más mínima muestra de agresividad hacia mi persona, pero para mí eran sospechosos. Quizá para ellos el sospechoso era yo. En cualquier caso, ese gesto injusto hacia el prójimo confirma que llevamos el miedo adentro.
Décadas atrás, las calles eran un lugar de encuentro en el que el delito era la excepción. Los chicos caminaban sin riesgo las cuadras que separaban su casa del colegio. En el barrio, por la tarde, algunos vecinos se reunían en el umbral a matear y conversar con la puerta de calle abierta. Uno podía volver a casa a pie, incluso a altas hora de la madrugada, después de haber ido al cine o de un encuentro con amigos. Todo eso ya no existe. Para el ciudadano común, hoy la calle es un territorio peligroso, de desamparo. Y eso porque la Argentina nos ofrece cotidianamente una realidad hostil, con un gobierno ausente que, tras haber llevado a cabo su faena destructiva, ha dejado a la sociedad en estado de abandono y orfandad.
Veinte años de populismo (dieciséis en el poder) han sumido al país en una crisis sin precedente. La corrupción y la impericia de gobiernos cuyo principal objetivo fue el saqueo y la impunidad, junto con el sueño loco del poder eterno, han derivado en una economía rota, una pobreza que supera el 40% y una inflación galopante. Sin embargo, por más grande que sea el deterioro material, peor aún es el daño moral que estos gobiernos han provocado.
El relato del kirchnerismo destiló su veneno en los oídos de los argentinos durante dos décadas y eso ha contribuido en gran medida a resquebrajar los lazos sociales. Reducido a su función esencial, el relato es sinónimo de grieta. Y la grieta es resentimiento, una emoción destructiva que fue estimulada con método por aquellos dispuestos a tergiversar la historia y los hechos para dividir a la sociedad. El resultado del odio como principal insumo de la política es el páramo del presente.
Ante este estado de cosas, se entiende el voto “bronca” de apoyo al candidato que promete terminar con “la casta”. El problema es que el hombre de la motosierra incluye en su categoría maldita a todo aquel que lo contradice, tal como aquella que hoy no se muestra. Si Javier Milei aludiera específicamente al corporativismo prebendario de políticos, sindicalistas y empresarios que los Kirchner llevaron a su máxima expresión, sería otra cosa. Aun así, habría que recordar que el peronismo pudo solidificar esa matriz corrupta gracias al relato y al mito de fondo que lo sostiene: la idea de una contradicción inconciliable entre pueblo y oligarquía, entre amigos y enemigos. Mediante la sugestión de la grieta, fogoneada desde arriba durante décadas, buena parte del electorado ha creído que los políticos y sindicalistas que le robaban al pueblo eran en cambio los redentores que traían la salvación. Ahora Milei dice que quiere terminar con “la casta” mediante el mismo truco con el que la casta se impuso y que tanto daño ha causado. Así no, gracias.
La grieta, esa división chapucera entre el bien y el mal, es el recurso del político inescrupuloso y carismático para colonizar la mente del votante y para callar a todo aquel que lo importuna con verdades que no está dispuesto a tolerar. Hasta dónde sería capaz de explotarlo el hombre de la motosierra, tan propenso a la ira, es por ahora una incógnita que acaso quede en eso. Pero cabe sospechar que quien no acepta que lo contradigan, quien necesita imponer siempre su voz, esconde una pulsión hegemónica. Pruebas de esto no nos faltan.