El asedio de Cristina al Presidente

El asedio de Cristina al Presidente

La vicepresidenta no tolera la sola idea de otro mandato de Alberto Fernández; De Pedro, Máximo Kirchner y Larroque fueron enviados a protagonizar la estocada; las reflexiones del Papa.

Por Joaquín Morales Solá
Para La Nación

El Presidente está formalmente notificado. Cristina Kirchner quiere que regrese a casa el próximo 10 de diciembre. Como suele suceder con los grandes acontecimientos de la expresidenta y de La Cámpora, su guardia de corps más leal, el pistoletazo inicial lo dio el ministro del Interior, Eduardo “Wado” de Pedro. Inmediatamente después, el hijísimo vicepresidencial, Máximo Kirchner, confirmó en un reportaje en el sitio web de un cercano medio periodístico que las cosas con el Presidente están “empiojadas”. También como sucede habitualmente, la ofensiva final estuvo a cargo de Andrés “Cuervo” Larroque, que habla un idioma más directo y brutal que sus compañeros de aventuras; Larroque funge ahora como ministro de Desarrollo Social de la provincia de Buenos Aires, bajo la protección de otro cristinista imperturbable, el gobernador Axel Kicillof. Ahí está la cúpula de lo que ellos mismos llaman “la Orga” (en una obvia comparación con la más radicalizada juventud peronista de los años 70), que suele decir lo que Cristina Kirchner prefiere callar por el momento. Máximo Kirchner es el jefe de La Cámpora -y su supuesto creador-, mientras De Pedro y Larroque son los números dos de esa organización política. Una cabeza influyente en la estrategia camporista es la del procurador general del Tesoro, Carlos Zannini, que es el jefe de los abogados del Estado. De hecho, durante los años de refugio patagónico de Máximo Kirchner era Zannini el que ejercía como jefe virtual de La Cámpora. Zannini sigue siendo, al mismo tiempo, uno de los kirchneristas de más confianza de la actual vicepresidenta.

El problema de Cristina Kirchner con Alberto Fernández existió siempre, desde que este renunció como jefe de Gabinete durante la presidencia de aquella. Persona rencorosa, incapaz de olvidar y mucho menos de perdonar, la vicepresidenta nunca enterró los años en que Alberto Fernández era un empedernido vocero de las críticas más ácidas a la gestión de la entonces presidenta. La supuesta reconciliación de 2018 (y la candidatura de Alberto Fernández en 2019) fue producto de la desesperación de Cristina Kirchner tras la derrota electoral y personal que había sufrido en la provincia de Buenos Aires en 2017, en las elecciones de mitad de término del mandato de Mauricio Macri. Cristina perdió como candidata a senadora por el homérico distrito frente a la fórmula macrista conformada por Esteban Bullrich y Gladys González. Fue senadora, pero por una humillante minoría de la provincia donde más seguidores tiene. Nunca existió una reconciliación real con Alberto Fernández, sino el uso por parte de ella de la estrategia que proponía el actual Presidente. Este predicaba entonces que solo el peronismo unido, no importaba cómo ni por qué ni para qué, podía sacar a Macri de la presidencia en 2019. Es cierto: así lo lograron. La Cristina auténtica es la que le dijo a un interlocutor, en el tramo final de su presidencia, que su peor enemigo no era Sergio Massa (que la había derrotado en las elecciones de 2013), sino Alberto Fernández. “Él estuvo en mi casa y durmió en la cama de mi hijo. No lo perdonaré hasta el día de mi muerte”, se juramentó ante ese circunstancial oyente. De Cristina se pueden decir muchas cosas, menos que no es sincera o que no cumple sus promesas personales.

Alberto Fernández se ocupó con extrema prolijidad de que no hubiera diferencias políticas entre ellos. La reciente reunión de la Celac en Buenos Aires fue una orgía intelectual y política del progresismo latinoamericano, al que solo la puso en evidencia el presidente uruguayo, Luís Lacalle Pou. Fue el Presidente el que madrugó a los argentinos, el primer día del año en curso, cuando les anunció el juicio político a la Corte Suprema, integrada por personas que fueron amigas suyas con la excepción de Carlos Rosenkrantz. Todas sus rocambolescas ideas para reformar la Justicia solo trataron de agradar a la vicepresidenta. El propio Alberto Fernández se colocó en vocero de la desopilante denuncia del lawfare, una supuesta conspiración para eliminar por la vía judicial a los líderes progresista, como se autodefine la propia Cristina. El único tema que podía significar una discordia entre ellos es la conducción económica de Sergio Massa, pero en eso están claramente de acuerdo. La opción era el suicidio, y ninguno de los dos tiene ganas de morir. El conflicto de fondo, entonces, no son las diferencias políticas; consiste en algo más simple. Cristina Kirchner no tolera la sola idea de otro mandato presidencial de Alberto Fernández.

La posterior aparición de Máximo Kirchner y de Larroque desmontó la entidad de la inicial pataleta del ministro De Pedro. Este se había ofendido porque Alberto Fernández y Lula se reunieron con organismos de derechos humanos y no lo invitaron. Como a De Pedro hay que interpretarlo siempre como un fiel cumplidor de las indicaciones de Cristina Kirchner, pudo haber intercedido también un ataque de celos de la vicepresidenta porque Lula no fue a verla en su madriguera del Senado. Lula le aplicó a ella el estricto protocolo: si la vicepresidenta quería verlo, era ella la que debía movilizarse hasta donde estaba él, que es el presidente de un país. Es cierto que Lula siente, además, un especial agradecimiento hacia Alberto Fernández no solo porque este fue a visitarlo a la cárcel, sino porque participó activamente de gestiones internacionales en defensa de la libertad del actual presidente brasileño. Fue así como Alberto Fernández llegó en su momento a conocer al papa Francisco, a quien visitó acompañado por el excanciller de Brasil Celso Amorim y por el político chileno Marco Enríquez-Ominami. En Buenos Aires solo se había cruzado una vez, casualmente, con el entonces cardenal Bergoglio en el consultorio del odontólogo común. Lula es un ícono de la izquierda latinoamericana (dentro de Brasil no es lo mismo) y Cristina Kirchner se quedó sin su bendición en el peor momento de su vida judicial. Lula, a todo esto, nunca se pronunció sobre los procesos judiciales que asedian a la vicepresidenta argentina.

De todos modos, el kirchnerismo ha vuelto a proporcionar otra situación absolutamente inédita en la política argentina. Hay un ministro de Interior que toma distancia del Presidente, se ofende con él, lo hace trascender y no se va del cargo. Los camporistas entregan hasta las ideas, pero nunca los cargos. Los ministros del Interior han sido históricamente los ejecutores más leales de las políticas presidenciales y los mejores voceros del jefe del Estado. Solo para hablar de los últimos 40 años basta recordar a Antonio Tróccoli durante la gestión de Raúl Alfonsín; a Carlos Corach en los años de Carlos Menem, y al propio Aníbal Fernández durante el mandato de Néstor Kirchner. Un ministro del Interior que disiente del Presidente tiene un solo camino: el de la puerta de salida del Gobierno. Pero ni De Pedro renuncia ni Alberto Fernández se anima a pedirle la renuncia, a pesar de que el Presidente sospecha que Cristina Kirchner lo está preparando y sazonando al actual ministro del Interior para convertirlo en su candidato a presidente. Hay una mala noticia para Alberto Fernández: De Pedro será el candidato a presidente del peronismo si contara con el apoyo explícito de Cristina Kirchner. La información la hizo pública hace pocos días el encuestador Federico Aurelio, pero varios de sus colegas en las mediciones de opinión pública coinciden con él. En síntesis: quien cuente con el aval manifiesto de Cristina Kirchner será el candidato presidencial del peronismo. Las cosas son como son. El núcleo duro de lo que va quedando del peronismo le responde a Cristina más que a cualquier otro dirigente de esa facción política. Las encuestas refieren a la interna del Frente de Todos; otro mundo electoral es -y será- el que construirán las elecciones generales.

Larroque ladra porque le ordenaron ladrar. Acusó a Alberto Fernández de no haber comprendido nunca para qué está sentado en la poltrona presidencial: está para obedecer ciegamente a Cristina Kirchner, no para ir por la vida a su aire, deslizó. Es decir, debía actuar de presidente, no ser un presidente. También dijo que Alberto Fernández había contribuido a “licuar” el atentado fallido que sufrió la vicepresidenta. Si bien fue un hecho grave, lo cierto es que la nación política no podía vivir más de cinco meses dando vueltas sobre lo mismo: una banda de marginales, resentidos sociales y lúmpenes políticos fueron los autores del intento de magnicidio que no sucedió. Para el cristinismo eso es imposible. Debió existir una conspiración más grande, nacional e internacional, para romper la custodia de más de 100 personas que rodea a la vicepresidenta. La aptitud de esa custodia nunca fue examinada por el cristinismo. Máximo Kirchner, en cambio, le atribuyó al Presidente la culpa de “empiojar” la relación con su madre y de haber despreciado su idea de crear una “mesa política” para conducir las políticas gubernamentales y los futuros candidatos de la coalición gobernante. Otra vez: Alberto Fernández debe ser, en el mejor de los casos, el que instrumente las políticas y las decisiones de Cristina Kirchner. La notificación al Presidente es muy clara: así no sirve. Debe renunciar a su ambición reeleccionista y entregar el poder el próximo diciembre. El Presidente ha decepcionado a mucha gente; esto es tan cierto como que existe aquella notificación.

A propósito de tales decepciones, vale la pena detenerse en unas recientes reflexiones del Papa. En un reportaje a la agencia AP, el Pontífice destacó la decadencia de la Argentina en sus índices sociales y los actuales índices de “inflación impresionante”. Una parte de la Argentina señaló que el Papa argentino hizo un análisis histórico; otra parte del país destacó que el jefe universal de la Iglesia Católica criticó al actual Gobierno. Hizo las dos cosas. Colocó el año en que él se recibió en el secundario, 1955, para contar que entonces había solo un 7 por ciento de pobreza y que ahora hay un 52 por ciento. Ese fue un análisis histórico. La “inflación impresionante” alude, a su vez, a la situación actual. La vocera presidencial, Gabriela Cerruti, explicó que la situación actual era “culpa de Macri”. Ya son una parodia de sí mismos con esa cantinela. Se puede fijar la vista en 1955, en 1975 o en 1983, pero en cualquiera de esos años los índices sociales eran mucho mejores que los actuales. No es el mérito de ningún gobierno en particular, sino la consecuencia de la vieja Argentina del pleno empleo. Lo dijo hace poco el senador Luís Juez con las estadísticas en la mano y lo acusaron de elogiar a la dictadura. ¿Si se dice que la situación social era mejor en 1975 que ahora se está elogiando a Isabel Perón? Imposible que eso suceda. Inclusive, en la crisis de 2001 y 2002 un funcionario del entonces gobierno de Eduardo Duhalde señaló que la Argentina no estaba acostumbrada, como otros países latinoamericanos, a gestionar índices tan altos de pobreza ni tenía los recursos para hacerlo. El país nunca se recuperó totalmente de aquella ruina. Eso es simplemente lo que señalan las estadísticas. Y es también una exhibición del fracaso de la gestión económica por parte de la democracia argentina. Durante los últimos 40 años de democracia, el peronismo gobernó 27 años. Buscar culpables en otro lugar significa una huida cobarde de la propia culpa.