Por Cristian Riom
El reciente encuentro de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) Plus, celebrado en Tianjin, dejó una imagen poderosa: Xi Jinping, Vladimir Putin y Narendra Modi compartiendo escenario, liderando un espacio que congrega a más de 20 países. Una postal que desarma, de manera casi instantánea, el relato occidental sobre el aislamiento de Rusia y la supuesta pérdida de influencia de China en la arena internacional.
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La OCS, fundada en 2001 con apenas seis miembros, se convirtió en la organización regional más grande del mundo, abarcando más de 50 áreas de cooperación y con una producción económica conjunta cercana a los 30 billones de dólares. El peso de este bloque no es simbólico: representa una alternativa concreta al orden surgido de las ruinas de la Segunda Guerra Mundial, un orden que hoy muestra evidentes signos de desgaste.
El llamado de Xi y la “Trampa de Tucídides”
El concepto de gobernanza global se refiere al conjunto de instituciones, normas y mecanismos que permiten coordinar la política internacional en un mundo sin “gobierno mundial”. Durante décadas, esa gobernanza estuvo dominada por Occidente, con Estados Unidos a la cabeza, a través de organismos como la ONU, el FMI, el Banco Mundial o la OTAN. Pero ese esquema, diseñado tras la Segunda Guerra Mundial, ya no refleja el equilibrio de poder actual. Lo que China plantea con la IGG es reemplazar una gobernanza centrada en la hegemonía occidental por un marco más amplio y multipolar, donde las potencias emergentes tengan un lugar decisivo en la toma de decisiones globales.
En este escenario, Xi Jinping presentó la Iniciativa para la Gobernanza Global (IGG), que propone un sistema internacional más equitativo y multipolar. Sus cinco pilares —igualdad soberana, respeto al derecho internacional, multilateralismo efectivo, centralidad de las personas y acciones concretas— funcionan como un programa político frente a la crisis de legitimidad de las instituciones heredadas del siglo XX.
La referencia de Xi a la “Trampa de Tucídides”, popularizada por el politólogo Graham Allison, no fue casual. El concepto describe el riesgo de guerra cuando una potencia emergente desafía a otra establecida. Para evitar ese destino, afirma Allison, se requieren ajustes “dolorosos y profundos” de ambas partes. China, al proponer un esquema alternativo, no solo busca evitar el choque frontal con Estados Unidos, sino también reposicionarse como arquitecto de un nuevo equilibrio global.
El fin del consenso de posguerra
Desde hace décadas, el andamiaje internacional construido tras 1945 viene resquebrajándose. Potencias emergentes como Rusia, India, Brasil y la propia China reclaman cambios sustanciales: desde la ampliación del Consejo de Seguridad de la ONU hasta la redistribución de cuotas de poder en instituciones financieras.
En paralelo, los movimientos conservadores y antiglobalistas en Occidente erosionan aún más la legitimidad de la unipolaridad liberal. Estados Unidos ya no logra sostener su hegemonía sin un costo creciente. Su aparato militar —pilar de su supremacía— se ha convertido en un lastre económico.
La administración Trump, con un enfoque pragmático, intenta reducir el desgaste. Busca descargar sobre Europa el costo de la guerra en Ucrania, mientras concentra sus recursos en la disputa estratégica con China. Pero no todo responde a sus deseos: las élites políticas y militares europeas, aferradas a su enfrentamiento con Moscú, resisten un repliegue estadounidense. Washington se encuentra, entonces, atrapado entre la necesidad de redefinir prioridades y las presiones de aliados que lo empujan a sostener el statu quo.
Beijing avanza con paciencia
En contraste, China actúa con tiempos largos. Mientras Washington duda y Europa se desgasta, Beijing acumula poder económico, tecnológico y militar, reforzando su papel como epicentro de una gobernanza global alternativa. La estrategia china no se basa en choques inmediatos, sino en un trabajo paciente: tejer redes de cooperación, promover foros multilaterales y consolidar alianzas que, poco a poco, redibujan el mapa del poder mundial.
La OCS, en este marco, funciona como mucho más que una organización regional: es el esqueleto de un mundo multipolar en gestación. En un contexto donde la hegemonía estadounidense ya no puede darse por sentada, el bloque liderado por China y Rusia aparece como contrapeso, pero también como propuesta de orden alternativo.
La pregunta de fondo es si Estados Unidos está dispuesto a aceptar una redistribución del poder global sin recurrir a la confrontación directa. La historia, como advierte Allison, muestra que la transición de hegemonías rara vez ocurre sin conflictos. Sin embargo, también enseña que la guerra no es inevitable si existe la voluntad política de adaptarse a los nuevos tiempos.
El dilema de Occidente
Occidente, y en particular Estados Unidos, enfrenta un dilema estratégico: insistir en sostener su primacía a cualquier costo o aceptar que el mundo ya no responde a las coordenadas del siglo pasado. Para Trump —y para quienes piensan en clave de “América primero”— la prioridad es clara: competir con China y, en lo posible, aliviar tensiones con Rusia. Pero la resistencia de las élites europeas y del complejo industrial-militar amenaza con empujar a Washington a pelear demasiadas batallas a la vez.
El desenlace no está escrito, pero una cosa parece clara: la ilusión de un mundo unipolar se desvanece, y el siglo XXI será, guste o no en Occidente, un siglo de búsquedas de consensos a través del diálogo o de guerra total con final absolutamente incierto para todos. Por otro lado la propuesta de Xi desnuda una tensión de fondo: ¿estamos ante un verdadero reemplazo del orden occidental o frente a un reacomodamiento en el que China buscará imponer su propia hegemonía? Lo cierto es que la gobernanza global, tal como la conocimos, atraviesa una crisis de legitimidad. Y en ese vacío, Pekín avanza con paso firme.

