Lo que Messi no dice

Lo que Messi no dice

En su primera entrevista como campeón del mundo evitó la tentación demagógica y prefirió la autocrítica.

Por Gonzalo Abascal
Para Clarín

Pasaron 43 días desde que levantó la Copa del Mundo y se consagró (lo consagraron) mejor futbolista del Mundial de Qatar. 43 días de gloria que continuarán hasta la eternidad: nadie podrá quitarle a Messi lo conseguido.

No había hablado hasta ahora, y lo hizo. Mérito de Andy Kusnetzoff y su equipo de radio Urbana Play. Era la entrevista que todos querían y la consiguieron. Vale.

Y vale escucharlo a Messi en la cúspide de su carrera. Merece ser escuchado por lo que dice, pero también, y quizás más, por lo que calla. Por lo que evita.

“Desde ese día cambió todo para mí”, dijo. Y la definición dimensiona la conquista, pero sobre todo descubre su exigencia interna.

Porque, ¿qué es lo que cambió para él? No lo económico, variable que ni aparece en esta ecuación. ¿Lo deportivo? Antes de Qatar había ganado 41 títulos. El Mundial es el más importante, se sabe, pero nadie podía decir que no era “ganador”.

¿Entonces? Lo que cambió es íntimo y a la vez decisivo. Lo que él define como “todo” parece ser su propia voz, el sentimiento de alivio de quien al fin apaga su exigencia interna.

Semejante imperativo no parece justo, seguramente no lo es. Sin embargo el deporte, y sobre todo el fútbol, construyen (construimos) estos venenosos malentendidos, con etiquetas de “ganadores” y “perdedores” tan repetidas como arbitrarias y vacías de verdad.

Si sabemos leerlo, Messi debería representar un punto de inflexión en la capacidad colectiva de reflexionar sobre los futbolistas, sus triunfos y sus derrotas.

“El gesto que le hice a mi familia de ‘Ya está’ era que se había terminado el sufrimiento, de muchas decepciones, de finales perdidas, de estar cerquita y que no se dé. Había recibido muchísimas críticas de todos los colores y sabía que mi familia sufría mucho más que yo. Se dijeron cosas injustas, que sobrepasaban lo futbolístico y era lo que me molestaba y me dolía. Era cerrar el círculo, ganamos la Copa América, el Mundial, ya está, no queda nada”.

En el párrafo anterior se adivina una clave de lo que Messi se ahorra, de lo que gambetea. En un gesto casi contracultural en el fútbol argentino, no asoma en él ningún revanchismo.

No dice, “vos también la tenés adentro…”. No grita, “que la sigan chupando”; tampoco señala con el dedo “vos son contra mío”.

No identifica enemigos, seguramente porque no los asume como tal, y en esa decisión evita una grieta que se activaría -y con qué energía- con media palabra suya.

Y hay más. ¿Qué fue lo que todos, o casi todos, le aplaudimos? ¿Aquello que por fin lo identificó como “argentino”? ¿Lo que lo confirmó como uno de nosotros? ¿Lo que incluso mereció la puntual adhesión de la vicepresidenta, que escribió: “Y un saludo especial después de su maradoniano ´andá pa allá bobo’, con el que se ganó definitivamente el corazón de los y las argentinas”?

Nadie le sacaría el lomo a semejante caricia. Sin embargo, dijo él: “No me gustó lo que hice”. Evitó la tentación demagógica y se atrevió a resignificar lo “maradoniano” y hasta lo “argentino” (asociados a la agresión desafiante) que la propia vicepresidenta identificó como necesario para ganarse los corazones.

A la rica historia del fútbol argentino la Selección le sumó la tercera Copa del Mundo. Quizás Messi pueda dejar algo más. La posibilidad de repensar categorías que con su carrera demostró falsas y destructivas. El problema es que ahora depende de nosotros.